viernes, 3 de agosto de 2012

A lot of cigarettes


Había sonrisas que ni siquiera ella, por mucho que quisiese, podría regalar. Miles de secretos que no podía contarle, momentos que no podía vivir con él. Todas aquellas pequeñas cosas suyas, que había conservado durante años,  desde que era una niña, no iban a dejar de serlo. Formaban parte de su ser, de su esencia.

Y aunque no pudiese reconocerlo, lo prefería así. Vivir escondida en su propio mundo, con sus cigarrillos, sus libros, su lápiz, y las cuatro paredes para dibujar lo que se le antojase. Si tenía hambre, bajaba a la cocina, y con una naranja se bastaba para todo el día. Si tenía sed, quizá salía al arroyo del jardín con la jarra, e iba almacenando el agua en botellas de plástico que subiría nuevamente y sin esfuerzo según decía, al desván. Y allí pasaban las horas. El pequeño reloj de cuco dejó de funcionar, pero el viejo teléfono en cambio, sonaba una y otra vez. Era él, pero qué más daba, si no se atrevería a cogerlo en años. Después serían el timbre de la puerta y el sonido de unos  nudillos jóvenes contra el vidrio de la ventana de la cocina lo que la volverían loca. ¿Sería él?
No podía creerlo cuando por fin, y algo atrofiada, abrió sin más, esperando a una desmejorada parte de él, al igual que ella le mostraba la suya. Pero no. Para ella parecían haber pasado años, para él, horas. Pero lo realmente extraño era que tan sólo habían transcurrido apenas unos días.

Iba vestida como siempre, con el pelo en un moño deshecho, un peto caído, sin calzado alguno y con los pies ennegrecidos. Y aún así, le parecía bella. Bella y natural como siempre, sencilla y ella misma, permanente como el paso de los segundos en el reloj.
Una vez entró en aquella casa, no pudo volver a salir. Todos los pensamientos, miedos, palabras por decir, sueños, ilusiones y milagros que formaban parte de ella estaban representados sin dejar ni un solo espacio en blanco, en las paredes de la casa. Había apilado los pocos muebles que quedaban en el centro de cada salita, para así poder pintar a gusto. Ella cayó desvanecida entre sus brazos. Él entreabrió sus labios conteniendo su asombro. En una esquina, dejándose ver entre el viejo sofá color crema, había una pila descomunal de lápices de colores desgastados, como su vida.


1 comentario:

  1. una historia muy bonita sigue así y llegaras muy lejos

    ResponderEliminar

Muchas gracias por comentar