jueves, 31 de mayo de 2012

Una mirada al exterior.



Fuera llovía.
Por alguna extraña razón creí que esta vez sería diferente, pero como cada tarde, dos un niño y una niña bien abrigados, corrían entre la nieve ahora mojada por las lágrimas del cielo. Cogí una taza de chocolate y me senté en la mesa de la cocina. Me sentía segura allí, era mi pequeño refugio, el lugar donde me sentía cómoda pasase lo que pasase.

La pequeña niña corrió de un lado a otro dibujando una estela de zig zags de pasos en la nieve. Llevaba un gorrito blanco de  lana, y el resto de su cabello caía sereno por sus hombros, totalmente rubio. Tenía algo de nieve en el cabello, pequeñas partículas de nieve que en segundos desaparecieron. Pero la lluvia no era densa, y después tan solo sopló un viento algo helado.

Cogió de la mano a su amiguito también rubio, y rodearon algunos árboles. A veces se podían oír sus voces en la distancia, pero esta vez, corrieron callados en busca de algo que yo ni siquiera supe imaginar.

Supuse que en algún momento se darían cuenta de mi presencia, de la espectadora que acudía a mirarles cada otoño e invierno. Les veía reír en la nieve, amontonar hojas de otoño, empaparse bajo la lluvia…Poco a poco, fuimos creciendo. Parecía que aquel bosque era escenario, y ellos personajes de una obra que improvisaban a cada instante que  llegaban allí.

Sin apenas darme cuenta, ambos tenían quince primaveras, o quince inviernos, u otoños, quién sabe. Ella se mordía el labio y sonreía contándole algo que desde mi cabaña no podía oír. Ella pálida, con el mismo gorrito de hacía años y su sonrisa vergonzosa, él alto, con esa mirada gélida que conseguía paralizarlo todo. Él dijo algo. Ella sonrió y añadió algo más, soltando una risita. Mantuvieron un silencio que se me hizo eterno a pesar de no oír sobre qué hablaban. Se miraron a los ojos, y entonces llegó el que imaginé que sería su primer beso. Ambos inexpertos explorando en un mundo que no habían explorado nunca.

No recuerdo muchos días en los que consiguiera escribir alguna letra. Quizá se me ocurría algún comienzo pero al instante lo olvidaba por algún suceso o sonido que me recordaba que ellos estaban allí de nuevo.

La última vez que los vi , ella lloraba de forma tan desconsolada que pensé que mi corazón se rompería en pedazos. Quise ponerme de pie, salir a socorrerla, cuando ella gritó algo y salió corriendo. Poco después, él salió de allí también, con algo que parecían lágrimas en sus mejillas.

Y pasaron los años de nuevo. Es interesante como el tiempo pasa y cambia las cosas a su paso. Pronto comenzaron a planear construir edificaciones en lo que quedaba de bosque. Durante aquellos años en que no apareció nadie por allí, no salí mucho de casa. Me dediqué a hacer lo que tenía que haber hecho. Redactar algo, una historia, algo que pudiera hacer revolverse de sus sillas o del lugar donde descansaran para poder leer la novela sobre mi vida mirando a través de un cristal empañado.

Tuve que recoger mis cosas a una velocidad de vértigo. Mi hija me ayudó con la mudanza.¿No lo había dicho? También tuve una niña tras enamorarme perdidamente.

Ahora ella era toda una mujer, y yo necesitaba ayuda para hacerlo casi todo. Me mudé a su casa, y le regalé la mayor parte del dinero de la indemnización. Una de aquellas tardes de invierno, decidí volver al lugar donde había visto floreces a dos almas gemelas.

Para mi sorpresa, allí había dos personas más. Quizá quedaba poco más de una docena de árboles, y ningún pájaro silbaba por que seguramente la gran mayoría había migrado al sur en busca del calor necesario.

Un padre y su hija paseaban despacio. La pequeña niña llevaba un gorrito de lana. El padre miraba a su alrededor con los ojos forjados en hielo azul,  cogiendo a la niña de la mano. Paternal y cariñoso, le mostraba cada uno de los árboles contándole historias de quién sabe qué.

Sonreí con dulzura y cuando me acerqué, la pequeña niña acarició mis arrugas, y murmuró unas palabras.

-¿Verdad que mi mami está en el cielo? Papá me lo ha dicho. Se fue para poder verme bien desde allí, y siempre se quedará conmigo.

Y después limpió mi lágrima con sus pequeños deditos y el gorrito de su madre, y ambos me dedicaron una sonrisa. Tímida e idéntica a la de la madre, la de la niña, y adulta aunque en destellos  infantil, la de un padre, que una vez fue un niño, como su hija lo es ahora.

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